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Channel: Surfer Punk's (Aquaman)
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Sueños locos XCIII (La liviana herencia)

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  Volvió la imagen de mi padre, puesta la cara al sur. Avenida Olivera, muy cerca del Parque Avellaneda. Había una tienda DIA cuando todavía no había tiendas DIA en la Argentina. Por lo menos, en la visión, se coló la publicidad de la marca que hace felices a las expertas en ahorro. No importa la verdad sino el hecho de poder contar que al lado del Cabildo, durante la Revolución de Mayo, Belgrano se comió una hamburguesa en McDonald's. Regreso a mi progenitor: no tuvo mejor idea que hacerme trepar el frente de una casa pegadita al supermercado. Metí los piecitos por la reja de la ventana, estiré las piernas y, con manos infantiles, más el empuje paterno, conseguí llegar a una terraza nunca antes visitada por mí. Posteriormente, ingresé, escalera mediante, al comedor de una bruja que, contenta, nos esperaba. Podrán decirme que pude tocar el timbre pero nunca fui testigo de Jehová o político de la marca Cambiemos. Se ve que, por alguna cuestión esotérica, tenía que dar sí o sí ese rodeo: subir, bajar, entrar; sentarse, mirar y charlar charlas hermosas para disfrute de muchos (y redundan las redundancias).

  La mujer me acechaba con ojos de lechuza. Aunque les parezca un lugar común, tenía una bola de cristal entre sus manos: podía mirar todas las cosas del mundo pero no cambiarlas. "Dios me castigó por este pecado de la adivinación: me fue dado ver mas no hacer". Mi padre me tocó el hombro derecho con la mano izquierda. Yo, con siete años, no entendía bien la situación. "Algún día te vas a acordar de este día a través de un sueño. Esto es lo que tengo para darte como herencia. Sos el único de mis siete hijos que se va a llevar algo de mí. Dale gracias al Señor que se acordó de vos". No supe qué me quiso decir aunque tuve la suficiente madurez como para darme cuenta de la importancia del anuncio.

  Dichas las palabras de mi padre, la bruja desapareció entre la espesura de un humo muy claro que la consumió. Escuché miles de gritos, carcajadas, llantos y golpes. Me oriné encima. Quise abrazar al que me trajo al mundo pero me apartó de sí: "Te regalo el don de clarividencia, que será tu orgullo a lo largo de tu vida." Tomé la bola de cristal entre mis manos, pero la dejé segundos después porque me quemaba. Casi se caía al piso. "No importa que caiga: se va a volver a levantar. Yo me voy a ir. La fuerza te va a acompañar por siempre. Tal vez, si Dios mueve la fortuna en tu favor, tuyos sean el poder y la gloria". Mi viejo jamás me habló de forma tan afectada. Creía que estaba imitando el parlamento de una película o una obra de teatro. Cierto que ha leído mucho a lo largo de toda su vida, ¿pero se le había dado también por el arte escénico? Fue boxeador, policía, visitador médico, vendedor ambulante, plomero, camionero, taxista, gigolo, empleado fabril y no sé cuántas cosas más, pero su versión shakesperiana me dejó anonadado. 

  Lo del don de clarividencia lo sé hace años. Que me lo dio mi padre es algo nuevo para mí: me enteré hace pocas noches, a través de un sueño donde se muestra fielmente cómo me fue confiada la fuerza de ver.

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