El mundo es cerebral,
automático, arteramente predecible.
La música son llamados eléctricos
para depositar billetes y cheques
en máquinas falibles.
El tajo eterno del cielo
recordando la presencia del Infinito
es un adorno, un repetitivo detalle
para estás máquinas cerebrales
de realidades cuadricurales
y anhelos curriculares.
Los viejos arquetipos los llaman en sus sueños
pero no responden: responden
a lo inmediato
para eso fueron educados,
y el misterio rara vez los roza
prefieren girar en círculos
subir en rectángulos
marchar horizontalmente.
El mundo es cerebral
y lo cubre un viejo manto
de ingenua confianza positivista
en el Progreso.
Pero el Progreso es impreciso:
donde ayer había refinamientos espirituales
hoy hay groserías execrables,
donde otrora había técnica bárbara
hoy hay tecnología sofisticada.
El Progreso no es el Progreso:
solo hay devenir humano
en el que algo baja y otra cosa sube
en el que donde algo muere, nace otra cosa.
Pero el mundo es cerebral, automático,
arteramente predecible.
Jorge es obeso y compra quesos
de forma compulsiva:
kilos de leche endurecida y estacionada,
tiene miedo de no volver a la quesería
por la crisis.
Ahí lo veo: el sábado y el domingo
con sus quesos y su familia,
la larga historia de su líbido
que, como estadío final,
acaba comprando quesos para su placer
y su poder.
Eva sube historias a las redes sociales
busca novio: quiere que su novio sea un actor, alguien famoso, simbólico: esquiva la mirada del joven proletario
y vomita rubiamente sobre el lumpenaje nocturno, que la acecha con chillidos ominosos.
José tiene treinta años
espoleado por la edad
se va a vivir con la represiva Verónica.
Verónica tiene un plan:
poner injustas restricciones al desarrollo personal de José.
José la va a traicionar.
Todo esto ocurre bajo el Sol,
nada nuevo, todo nuevo
bajo la Luna.