Noche sin filtros
Es sábado a la noche en la Argentina. Miles de vaginas dentadas y penes ávidos de cuevas abandonan por un momento las aplicaciones y salen a la realidad. Ya no hay más filtros: lo único que puede matizar las caras poseadas, los dientes chuecos, los ojos cansados, las narices torcidas y toda la fealdad que se oculta con la tecnología queda expuesta, a la vista, en un roce beligerante con el mundo de las formas. Se acabó el glamoroso retoque, la certera prestidigitación y el hechizo de los matices lumínicos que filtran las asimetrías naturales. Y es ahí donde estos seres enfermizos sufren, se esconden y buscan las sombras, cual lagartos asustadizos. Allí afuera hay una sola posibilidad de subsanar aquél glamour que aletea (frenético y pertinaz) en esas moradas ficcionales que son los perfiles de Instagram, Facebook y Tinder: emborracharse, drogarse y aturdirse con música, con conversaciones acelaradas y vacuas. Estos sucedáneos son los gemelos de los instrumentos tecnológicos que convierten a una vulgar muchacha de barrio en una firme estrella que tiene un orgasmo por cada maldito like, a un obrero u oficinista alienado en Francisquito Tinelli o en Maluma. Y ahi están, bailando, garchando, guiñándose los ojos, astros pueriles que reverberan en la noche de la evasión. Yo los espero sentado, en silencio, para confrontarlos con su cruenta verdad. Yo los laikeo, ellos me laikean; por momentos me hundo en los síntomas de su enfermadad. Soy su médico, los voy a curar, pero los tengo que conocer. Conmigo no pasa nada. No adolezco del mal pascaliano: puedo estar en mi habitación sin hacer nada durante horas. Es sábado a la noche en la Argentina, noche sin filtros. Nos vemos por ahí.